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Maridando Garbanzos con un Carmenere Atavus

  • Foto del escritor: Marcelo Beltrand Opazo
    Marcelo Beltrand Opazo
  • 30 sept 2023
  • 5 Min. de lectura

Cocinar está en nuestro ADN. Está en nuestra historia y en nuestros primeros recuerdos. Hoy cociné garbanzos. Y mientras los preparaba, pensé en lo que hacía y cómo los hacía; pensé en el garbanzo, y me di cuenta que sabía muy poco de su origen; pensé también que nadie me había enseñado a cocinarlos, pero sabía, a través de la transmisión oral, de mi madre, y de mi abuela principalmente, que este requería ciertos pasos antes de llegar a la cocción. Pero antes, descorché un vino. Hace un tiempo, la viña Mendoza y Carriel, me envió unas muestras de su trabajo vinícola, y hoy, que cocino garbanzos decidí hacer el maridaje con este Carmenere. Atavus, es un viñedo de muchos años, data de 1956, de la zona de Almahue, en el valle de Cachapoal. Esta zona es considerada la cuna del Carmenere, ya que concentra los viñedos más antiguos de la cepa en Chile, por lo mismo, representa la mayor reserva de material genético de la cepa. Bueno, descorcho y comienzo a catar y cocinar. Dos experiencias sublimes.

Dejé remojando los garbanzos temprano en la mañana. Más tarde (y de acuerdo a lo aprendido, no sé adónde ni cómo), le cambié el agua varias veces, hasta que esta quedara clara y transparente. Corté una zanahoria (después de lavarla por supuesto), con piel y todo, la trocé y se la agregué a la olla a presión con garbanzos, más, varios dientes de ajo, un pedazo de ají y varios trozos de longaniza, una cebolla trozada, sal, pimienta blanca, pimentón rojo molido, eneldo, romero y tomillo, tapé la olla y encendí el fuego y dejé a los garbanzos cocinar y comencé el viaje del tiempo y la espera, tiempo y espera que me permiten hace la degustación del Carmenere Atavus (que significa antiguo ancestro en latín). Con la copa servida y aireada, veo su color, de un rojo púrpura profundo, se ve brillante (por lo que me dice que está sano). Luego voy a la nariz: arándano, pimienta blanca, algunas notas florales, mermelada de mora y luego, la nota característica del Carmenere, esa nota verde (pirazina), más atrás, algunos aromas secundarios como el plátano y aromas terciarios, como el cuero y la vainilla. Un vino complejo en nariz, me gusta. Luego en boca: de ataque abocado, con cuerpo; percibo sabores y aromas a chocolate, ciruela pasa, mentol, de taninos aterciopelados que aportan estructura. En fin, un vino equilibrado y correcto. Disfruto cocinar, y más aún, con un Carmenere como este.

Los garbanzos tienen su origen en el mediterráneo, desde ahí se expandieron por Persia, el Asia Central, hasta la India, también llegaron a África, y más tarde, con las invasiones a América, los españoles lo introdujeron en todo el continente. Existen tres variedades: la tipo Desi, que posee un grano pequeño, amarillento o negro con formas angulosas, que se cultiva principalmente en la India; del tipo Gulabi, con grano mediano, liso y redondeado; y el tipo Kabuli, que se caracteriza por un grano medio o grande, redondeado y arrugado, se cultiva en las regiones mediterráneas, de América Central y América del Sur.

Mientras los garbanzos estaban al fuego, en plena ebullición, en plena transformación, asé la mitad de una zanahoria, una cebolla blanca cortada en trozos grandes, cuatro dientes de ajo y algunos pedazos de pimentón rojo, todo en un sartén. Los asé, hasta que el aroma a verduras comenzó a salir y a llenar toda la cocina. Los asé como un ritual, como una forma de volver a lo ancestral, a lo primitivo, al origen. Después, vertí las verduras en una olla que ya contenía una ramita de apio, agua, pimienta, romero, eneldo y encendí el fuego y las dejé que llegaran hasta el punto de ebullición, porque justo en ese punto, podemos observar cómo el agua se ha vuelto oscura, de un color entre tostado y ocre, mientras que los aromas que emanan son complejos y profundos. En la cocina, los sentidos son la brújula, son el norte que nos guían y nos señalan el camino correcto. Después de veinte minutos, detengo la cocción de nuestros garbanzos, y verifico, ahora ya están bastante blandos, de sabores variados, entre la longaniza, las especias y el garbanzo. Y como las verduras ya están en su punto, es decir, ya se extrajo la esencia de ellas, apago el fuego y vierto solo el caldo sobre los garbanzos, y lo dejo ahí, a que todo se fusione, a que se unan los sabores y los aromas. Enciendo el fuego y permito que este haga lo que sabe hacer, transformar los elementos. Mientras todo esto ocurre, sigo degustando el Carmenere Atavus, y leo que las uvas fueron seleccionadas y cosechadas manualmente, en un viñedo plantado en pie franco en los faldeos de la Cordillera de la Costa, en el valle de Almahue, leo también que la crianza se realizó en barricas de roble francés de diferentes usos durante dieciocho meses. Bebo de mi copa y claro, es un vino redondo, que ha tenido el tiempo necesario para el reposo y la evolución en la barrica. El tiempo, siempre el tiempo. Es el que no da la medida de todas las cosas, el que nos permite conocer y comprender los ciclos de la naturaleza y los de la cocina. Y el tiempo en la cocina, a veces, es relativo, sobre todo cuando la cocción es lenta y el cambio de los productos es tan increíble. La cocina, así como el vino, es alquimia. Solo sé que después de un rato, probé los garbanzos y estos estaban blandos y su caldo sabroso. Entonces, corté otra longaniza y comencé a asarla, después, tomé todas las verduras del fondo que tenía en la olla, las piqué y junto a la longaniza hice un gran sofrito, que con un poco de aceite de oliva, sal y pimienta negra y se produjo una nueva transformación, ahora, llena de sonidos chirriantes y musicales. Revolví y revolví hasta que todo estaba dorado, entonces, en ese momento, justo en ese momento, agregué un poco de crema, esparcí hasta que todo fuera impregnado con la blancura de la crema. Esperé unos minutos y agregué todo a los garbanzos. Agrego, mezclo, uno, fusiono todo en un algo que huele y sabes increíble, mágico. Dejo reposar. Con la copa en la mano, me envuelvo en el tiempo de la espera, de la tranquilidad, porque cuando podemos, la hora del almuerzo es la hora de la pausa.

Han pasado diez minutos y con la mesa lista, sirvo, creo que ya han reposado. Los colores y aromas del plato me sorprenden, increíbles. La tarde está luminosa y a lo lejos el mar. Pruebo y descubro muchos sabores, Cremocidad y textura. Quedaron exquisitos. Luego marido con el Carmenere Atavus y se producen nuevos sabores, el vino no opacó la comida ni esta al vino, al contrario, se produjo otra cosa, otros sabores. El maridaje perfecto.

Bueno, la comida es eso, descubrimiento, disfrute y placer, más aún, si la cocinamos nosotros y la maridamos con un buen vino. La cocina nos da esa tranquilidad que muchas veces necesitamos.

 
 
 

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